Margaret Lowenfeld primero, y Dora Kalff después, tuvieron la brillante visión de abrir la puerta al universo de las miniaturas para aquello que necesitaba decirse y eludía a las palabras. Inicialmente pensada como terapéutica para los niños y niñas, se ha generalizado su uso a poblaciones adultas. La terapia a través del sandplay se desarrolla en una caja de madera con dimensiones específicas, llena de arena y con el fondo pintado de azul para poder representar el agua. Junto con esa caja – me gusta presentarla como mi “amiga”, ya que la mirada que nos devuelve es de una amabilidad y contención absolutas- se ofrecen a la persona innumerables objetos en miniatura, a partir de los cuales podremos construir escenas, a la manera de un pequeño teatro.
Cuantos más objetos, mejor: nuestra psique agradece la deferencia por permitirle encontrar espejos que la reflejen y se zambulle instantáneamente en una lógica visual y arquetípica. Con la caja de arena, soñamos despiertas. También, meditamos en movimiento y nos dejamos tomar por aquello que nos pasa, para contarnos. Mientras nuestros ojos buscan “ese” objeto y nuestras manos lo ubican junto a otros sobre la arena, desplegamos lo que nos duele, aquello que amamos, los miedos que no podemos decir de otra manera, quienes somos. Las cajas son puertas que nos comunican directamente, y en clave de juego, con nuestro ser. Nuestras manos, conectadas con nuestro saber primario, arman las escenas con pequeñas danzas que nos acercan a eso que necesitamos saber e integrar.