Me gusta imaginar el nacimiento de las primeras muñecas como uno de los hitos de la constitución de la subjetividad humana, si bien rara vez se las menciona en ese sentido. Una suerte de antes y después que no fue un punto, sino una línea lanzada al tiempo, que se entreveró junto con otras como el lenguaje, el uso de herramientas, el enterrar a nuestras muertas. Se han encontrado figuras que se interpretan como muñecas y que datan del 3000-2000 A.C., construidas en madera, barro, hueso o, incluso, alabastro y recubiertas de piel animal o fibras vegetales. Es probable que, antes de ese origen vasto e incierto, las muñecas nos acompañaran, pero la conservación haya sido imposible. Todas tenían en común ser versiones en miniatura de cómo se percibían sus creadoras. Algunas eran, también, mensajeras de dioses, talismanes protectores, invitación al juego, memento mori, compañeras en la muerte.
Hay pocos actos tan humanos como crear una figurita que nos devuelva y nos sostenga la mirada y que, también, nos haga sentir acompañadas cuando eso que nos acompaña es una cosa. Las muñecas tienen algo que ningún otro objeto posee: en su proceso de construcción, van deviniendo sujeto; al levantarlas, las upamos y reservamos para ellas gestos asociados con la infancia . Incluso las creadas como adornos o coleccionables valiosos, y que encontramos sólo detrás de una vitrina, se desmarcan de la cualidad inanimada de teteras, mesas, o cuadros. La evidencia última de esta subjetividad encarnada aparece en aquellas que acompañan en la muerte, que generalmente se han encontrado en tumbas de niñas, cerca de los cuerpos que intentan abrazar y lejos de otros objetos funerarios. Se enterraban solas, como las muñecas de la cultura Chancay, en Perú, entre el 1000 y el 1300 D.C., o en grupos, junto a tallas miniaturas de cabezas de dragones, como las encontradas en la Khakassia siberiana, del 2000 A.C . Las manos que las dejaron allí tal vez las intencionaron como compañía similar a la humana -esas mismas manos que arroparon a sus muertas-; tal vez, fueron puente simbólico entre quien murió y quienes seguían viviendo, objetos tranquilizadores en el duelo o pequeñas protectoras que aseguraban la entrada al más allá. ¿Qué puerta podría resistirse a ese llamado?
¿Cómo habrá sido ese momento primigenio, en el que alguien por primera vez miró con conciencia e intentó replicar(se) uniendo maderas o tallando un hueso? ¿Qué buscaban esas primeras manos -las primerísimas-, mientras la ataban con vaya a saber qué fibra vegetal? ¿Qué penas calmó ella -la primerísima-, qué historias escuchó, qué canto la durmió a la noche, qué altares le construyeron, a quién permitió recordar o invocar?
Extracto de “Muñecas viajeras”, libro en proceso.